Caminabamos tan solos en un mundo nuevo lleno de incertidumbre que no podíamos ver al otro, al sujeto que teníamos al lado.
Caminabamos con una desolación tan grande, tan huérfana, tan cierta de ir a mirar ahora, en un ratito, a eso que no sabíamos que iba a pasar, que no contabamos a los cuarenta polícias que nos rodeaban amablemente y con cuidado, con pesar, como si sólo por hoy, fueran compañeros.
Y avanzabamos.
Nos alejabamos del final que ya llevaba un día y medio en la espalda de una patria que temblaba.
Y llegabamos y la puerta de la Rosada se hacía pequeña, nos teníamos que desinflar más allá de lo pinchado que estabamos y mirabamos las coronas a nombre de uno de otro y justo ahí al lado de la puerta, donde no había un granadero, nos estaba esperando él: una corona blanca, preciosa, con el nombre de Diego Armando Maradona.
Esa era la palmadita en la espalda, la ayuda.
Y luego, la tensión: un señor protocolar que nos daba las gracias en nombre de la Presidenta.
Mil veces, decenas de miles, cientos de miles de gracias.
Y caminabamos.
Y sentíamos que no sabíamos qué iba a pasar.
Y nos dabamos las manos sin tocarnos, en una procesión zombie, dura, necesaria.
Estaba ahí, el tipo.
Estaba ella detrás, tan pequeñita, tan hermosa, tan lindo pelo, con anteojos enormes.
Estaba todo el gabinete detrás, como una foto fija, inmóviles todos.
Estaban los hijos, soportando algo que no sabían que iban a tener que soportar jamás.
Y ella.
Acariciaba una madera y torcía apenitas la cabeza.
Nos miraba.
Se golpeaba dos veces el pecho.
Sonreía por la mitad.
Abría su corazón y nos mostraba un valor enorme.
Asentía.
Decía gracias.
Nosotros mirabamos, todos los discursos se licuaban y sólo gritabamos muy bajito un “fuerza”, un “hermosa”, un “vamos”.
Pero un hombre, un paso adelante nuestro, andaba como arrastrando unas zapatillas blancas de esas medio truchas.
Un pantalón Grafa, sucio.
Una camisa arremangada.
Una piel curtida.
Un pelo sudado en la nuca y una gorra toda hecha mierda.
Alza su puño: mira a la Señora.
Le agradece en nombre de toda una provincia.
Se quiebra en llanto.
Y avanza.
La foto y la señora aplauden.
Nosotros avanzamos, en todos los sentidos posibles del “nosotros” y el “avanzamos”.
Seguimos caminando.
Empezamos a salir.
Volvemos a respirar recién cuando vemos al cielo.
Una de las nuestras nunca había visto a un cajón.
Nunca había ido a un velorio.
Nunca había escuchado un llanto alejado.
Y nunca había visto a la Jefa.
Todo junto, es un poco mucho, entonces ella, la nuestra, se rompe al medio.
Y crece como diez años.
Caminamos ya resueltos: ahora sabíamos que todo era verdad.
Que la cosa venía de en serio.
Que era una mierda.
Una porquería.
Una verga.
La puta que lo parió.
¿Y ahora?
¿Ahora que el final estaba cada vez más lejos, qué?
Ahora nada.
Ahora volvemos, ahora vamos a la Plaza.
Ahora hacemos una coraza, ahora somos él, ahora somos ella, ahora si no nos acordamos, ni abramos la boca.
Ahora es todo culpa nuestra.
Ahora no erramos.
Ahora es realidad.
Ahora... recién empieza.
Nos volvimos a la carpa improvisada.
Tomamos mates.
Comentamos poco.
Eran las cinco de la tarde, recién.
La gente seguía llegando, los mensajes de texto de “voy”, de “ahí estoy llegando”, y los de “llevo algo”, nos ponían casi casi felices.
Miramos a la fila para entrar a la Casa: daba vueltas y vueltas y vueltas y los aplausos y la gente y la emoción y las canciones de guerra y todo eso crecía hasta el cielo, que amargamente, se ponía un poquito más triste.
Un día un poquito más gris.
Un día un poquito más épico.
1 comentarios:
Gracias.
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