Y la tarde avergonzada escondía al cielo detrás de unos copos de nubes que se iban llenando de agua, de lluvia, de sudor, de lágrimas, de saliva, de aire y de grito.
Llegaban las madres con comidas, los viejos compañeros que nunca habían estado en una marcha, las caras de sorpresa, los rituales minúsculos.
La fila de gente se extendía hasta donde ya no se veía pero se escuchaban los gritos, los aplausos, e ibamos viendo a los presidentes de toda latinoamerica como a unos borrachos que recordaban al caído en el campo de batalla.
Los llantos empezaban a retirarse del lugar, la alegría de un enorme nacimiento se veía en todos nosotros, miles de hijos, miles de padres, miles de compañeros enlazados en abrazos de mate y galleta, abajo de banderas ajenas que hoy, eran todas nuestras.
Nos repartíamos recuerdos y nos cobijabamos de un frío de mentira, de ese frío del tiempo, el frío que pasa. Porque el calor enorme de esos miles de pies bailando la misma canción, literalmente, quemaba.
Y las banderas más altas, más altas, tapaban todo, las canciones no nos dejaban respirar, y la plaza era cada vez más chica y las chicas cada vez más plazas, si se me permite.
Y los bares ametrallaban con los discursos de Chávez, con las palabras de Lula, y nosotros ahí mirando todo en una pantalla gigante, como en un cine pero al principio de la película.
Ahora el final estaba a casi dos días, y eran más o menos las diez de la noche, con lo que el clima de misa pagana tomaba por asalto lo que fuera que estuvieramos haciendo, y ahí sí, nos relajabamos un poco más, y tomabamos una birrita, nos fumabamos un puchito, y podíamos ver con un cachito más de claridad el momento histórico.
Teorizabamos, mediamos, calculabamos, arrojabamos escenarios posibles, temíamos y pensabamos.
Pensabamos, lo cual no es poco.
Jugabamos a los estrategas, lamentabamos pero pensabamos.
Brindabamos una, mil veces por él, que ya no estaba, pero seguíamos brindando, engrandeciendo a la figura ya enorme de un tipo que se había muerto ahí, al lado de la cama, por nosotros, sin ser conciente de que se moría por nosotros.
Y ninguno de nosotros quería asumir que era el último día, el último adiós, el final.
Faltaba menos de veinticuatro horas para que todo cierre.
Para que todo se vaya.
Para vaciar la plaza y llenar las calles, las computadoras, los comentarios, los mensajes de texto, los taxis, los bondis, las mesas, los baños, los cines, los restaurantes.
Mientras la noche nos acariciaba la nuca y nos ponía a dormir en esos suelos amigos de la Plaza de los Tiempos, nos mordíamos los labios en silencio y no decíamos nada.
Temíamos.
Porque esto ya terminaba.
Y recién empezaba.
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