Esto es boxeo, hijo.
Subís al ring, mirás a tu oponente, y tu oponente sos vos mismo.
Esas manos que se arrojan al aire, pérfidas y atontadas, con precisión de cirujano ciego, uno-dos y allá vamos.
Vamos, chico, esto se trata de una simple pelea, ni más ni menos que la mejor, única y última pelea: tu vida, tu puta vida está en tus manos y no podés esquivar al ring.
Porque esto es boxeo.
No es hockey, no es tennis, no es fútbol.
Se trata de brazos, de sudor, de piernas que tiemblan y de todo eso que siempre te aterró.
Se trata de una pelea mano a mano, pelea de campeones, pelea de dientes apretados, protector en el paladar y el suelo es todo tu destino.
Mirás el brazo, tratás de eludir antes de que él lo piense, pero te confundís: la mano entra firme y plena en la mandíbula, y de esto se trata todo, del boxeo.
Porque esto es boxeo, hijo, no un juego de muñecas ni mirar la televisión.
Saltás de costado, te movés como un relámpago, pero tu contrincante, que sos vos mismo, sabe desde antes lo que vas a hacer, y entonces te acomoda unas cuantas cosas del otro lado de la cabeza, y todo vuelve a la normalidad.
Es el uno-dos, hijo, es simplemente boxeo.
Porque la calle es eso, entendés?
Es patear almas, es morder pasados, es acalambrar al futuro y dejarlo tieso, animal, bufando un berrido, una ladrada, un gemido auténtico de majestad de la piedad que nunca llega.
Pero que se pide, se ruega, se sufre y se transpira.
Porque esto es boxeo, hijo.
Y el boxeo es así: vos ahí, contra todo, contra todos, porque todos, hoy, sos vos.
Cada noche, se encenderá una luz sobre tu cama y sabrás que toda esa gente grita tu nombre: si te animás y bancás el reto, hijo, sabrás que entonces estás listo para pelear.
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