Entonces todo terminó así.
Todo se desvaneció.
Golpeaban la puerta, tocaban el timbre, ardían esos celulares y la noticia no encajaba, no encuadraba, era mentira, era re-chequeada, era una estrategia, al final no, no podía ser, no era, que sí, que no, que caiga un chaparrón, pero que borre todas estas páginas de internet tan gorilas que se pasaron de rosca.
Gorilas hijos de puta, están mintiendo la mentira final, están diciendo lo que nadie quiere, no pueden hacerlo, mienten tanto que casi me lo creo.
Pero es mentira, no pasó nada de esto, no.
Y no.
Y las páginas se actualizaban y seguía todo igual, todo peor, pero nadie creía nada porque no había pasado nada.
Ni el censista, todavía.
Y no venía, y uno cacheteaba a esas teclas enojado, revoleaba los ojitos en redes sociales sin querer creer lo que tenía en la jeta y sin embargo, seguí ahí, el zócalo de mierda de los canales de tele seguía mintiendo!
Los mensajes de texto, con el cuidado de un pariente muerto, caían y caían, los más sentidos pésames no se demoraban un instante y el suelo, y el techo y las paredes iban haciéndose cada vez más un lugar brutalmente inhóspito.
Ibamos cayendo, ibamos viendo lo frágil, lo desesperante, lo auténtico del mundo real.
Estaba más o menos lejos el final.
Acelerabamos todo tipo de suspensiones, le decíamos que NO a todas las citas, a todas las reuniones y ahora el objetivo era salir, salir y salir, correr por la calle, llegar a la plaza, tratar de resistir, de mostrar que no nos habían vencido, y si eramos los únicos que ibamos a esa puta plaza a parar de pecho un bombardeo (todo era posible con el diario del lunes) ibamos a ir, solitos y valientes.
Y llegaron los censistas y la gente se iba yendo y las computadoras y las casas y las mascotas quedaban solas y los mates quedaban en las mesas medio tibios y solitarios y la tele quedaba prendida andá a saber hasta cuándo.
Los trenes, los colectivos, los subtes y las veredas en general tenían ese silencio de feriado raro.
Ese ruido que se escucha un primero de enero, cuando todos estan borrachos, bien comidos, bien cogidos, contentos de que empieza algo nuevo.
Pero no.
Pesaban las mejillas, pesaban los párpados y todos o casi todos estaban tristes, preocupados o sorprendidos de que había pasado algo que seguramente no tenía que pasar.
Como si lo impredecible, fuera predecible, já!
El tiempo y el destino tienen ese capricho: no se dejan mostrar, porque si se dejaran, haríamos lo posible por cambiarlo, siempre jugando tan pero tan al límite de lo que tenemos.
Y llegábamos a la plaza.
Nos conocíamos de siempre. Nos reconocíamos por algún gesto, y ese gesto era el velo de una penuria enorme, de un misterio y de una pregunta que molesta, siempre vuelve: “Porqué?”.
Nos ibamos encontrando, las banderas se alzaban brillantes y opacas y un silencio reinaba en todas esas caritas: una cola enorme de gente quería acercarse a dejar una cartita, una flor, un beso enorme, un fuerte abrazo, un gran saludo.
Y todavía creíamos que la palabra “enorme” era eso.
Porque seguía cayendo gente, gente nueva, gente a la que nunca vimos en marchas, el subsuelo de verdad, gente que se cansó de decir que no le importa la política, gente que en los bares decía que los K son buenos “pero”, gente con la ropa del laburo.
Gente que siempre creyó que el suelo existía, hasta que se lo sacaron los tiempos y se dieron cuenta que el suelo, no se había hecho sólo.
Gente que calculaba sus sueldos y los ponía en perspectiva y veía que el porcentaje del aumento de ese sueldo en siete años era de un 200% y el de la leche de un 50%.
Entonces iban cayendo, cayendo en la cuenta y cayendo en la plaza y más banderas, más banderas, banderas enormes, banderas nuevas, banderas de oro.
Abrazos que se confundían en lagrimitas, en putaquelosparió, en pesares y la noche se abombaba y empezaba a cobijarnos, a darnos aliento, a saber que ni iba a llover, ni iba a hacer frío.
Se cantaba el himno, se cantaba la marcha peronista y se perfilaba un “si nos tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar”.
Se respiraba revolución otra vez, como alguna vez dijo Chávez.
Llegaban más mensajes de texto, gente que quería estar ahí con ella, gente que tomaba colectivos, que corría por la calle, que se ponía la bandera que había comprado para el mundial en los hombros como una capita, como superhéroes de la patria: todos venían a saludarlo a él y a salvarla a ella, madre nueva.
Las noticias estallaban, los canales metían helicópteros, cámaras aéreas, periodistas entre la gente.
Los canales no comprendían que sucedía, si esto no era el pueblo el pueblo dónde está, porque no paraba de caer gente.
La organización comenzaba a vencer al tiempo: se plantaban vallas para tener una cola de cuatro cuadras, y ahora, la palabra “enorme” tomaba una dimensión bastante más grande que la de hacía un rato. Existía el miedo del desborde de gente, de una patriada sin sentido, de un grito de corazón exaltado, y esos ojos, hermosos, miraban a la bandera, miraban al color rosita nena de la Casa de Mamá y esperaban a ella, la nena más hermosa, el pedazo de mujer de la cual todavía, no sabíamos cuándo llegaría, a qué hora ni si estaría, triste, fea, rota y adiós.
Horas más tarde, mil abrazos después, con una pantalla que plantaban por ahí, una Evita inflable y un Néstor Eternauta que le daba la bienvenida a todos los héroes que eran el héroe, escuchamos al helicóptero llegar detrás de la Rosada.
Los que estabamos ahí, caminamos despacio y callados hacia la reja y apoyamos nuestras manos para ver qué pasaba.
Y el final, empezaba a terminar.
Volvían algunos, volvía ese que no podía dormir, que volvía al laburo y no se bancaba adentro de su cuerpo y venía, volvía, siempre llegaba, a la plaza y se tiraba en el piso con nosotros.
Aparecían bebidas, aparecían mates, cafeteros, amigos, y frazadas y la noche más negra que nunca, pero nunca oscura.
La gente hacía la fila, dormía en el suelo, dormía fuerte porque venía de laburar y porque después se iba a laburar.
Llegaba ese, aquel, este otro, aquella, y flameaba todo, flameaban las almas, flameaban las flamas de esta cosa vieja, este fueguito infernal del paraíso y señor, deme un café cortado que no quiero dormir ni una hora.
Caían unos, salían otros, pedían como permiso por tener que ir a su casa donde estaban los hijos, los perros y salían a apagar la tele y la cocina porque volverían o no, pero se iban con todas esas ganas enfermas de estar de nuevo por acá ahora mismo.
El suelo de la plaza era cómodo, qué tanto.
Uno que no se podía dormir y caminaba en círculos como tantas veces lo hicieron las madres: nosotros eramos los hijos, y ya sabíamos que la de campera amarilla está tirada por allá, el de pullover celeste ahí en el banco, allá a lo lejos, la eternidad de luces y calles y aparecen más amigos, alguno medio famoso, y todos esperando, no sabíamos qué aunque sabíamos qué, pero no queríamos asumirlo hasta que sea.
Andá a buscar más agua para el mate.
Voy.
Va.
Vamos.
Viene el agua, sigue el mate, siguen las galletas, los mil doscientos cigarrillos, las cartas en el suelo. Y todo este malestar, aunque el final había sido hacía un buen rato.
El sueño, buen luchador, siempre gana.
Las baldosas, siempre muy putas, también.
Entonces te hacen mella en el lomo, en el cuero, en las costillas y dormís un rato, dormís más o menos, pero abrís los ojos y es de día, de pronto.
La gente camina de una punta a la otra.
Salís de la carpa improvisada por manos de laburante cobijadoras (no las mías) y descubrís que mientras vos estabas tirado en el piso, casi todo el pueblo se iba poniendo de pie.
Mirás a lo lejos, ves una enorme cola y ahora desde Plaza de Mayo un enorme tendal de cabecitas miran al suelo y se pierden allá y más allá.
No podés con tu genio y no te la aguantas: son las 10:30 de la mañana, y querés entrar a saludar al Jefe.
Empezás a caminar y a mirar las caras, todos están casi en silencio y con la cara empapada de historias.
Flores en las manos, recién cortadas, flores en los ojos, recién nacidas.
Y avanzás y a medida que ves que la cola es larga, te das cuenta que es la primera cola de tu vida que preferís que tarde un montón.
Avanza a paso lento, si es que avanza: la procesión va por fuera y todos empiezan a
aplaudir con ritmo, CLAP-CLAP-CLAP-CLAP-CLAP.
Es el impulso primal, es un movimiento, es un grito con las palmas a punto de estallar.
Y hacés una cuadra, dos cuadras, tres cuadras, llegás a 9de Julio y da la vuelta y empezás a darte cuenta que tenías razón cuando peleabas por esto, tenías toda la razón del mundo y esa gente te está pidiendo perdón agradeciéndole al Jefe.
Todavía no era tarde, y el final estaba cada vez más lejos.
Entonces nos acomodamos en la fila.
Arriesgamos una cantidad de tiempo: todos suponíamos que a las 12 estaríamos pasando a ver algo que no sabíamos bien qué sería, cómo sería ni cómo nos afectaría.
Y avanzabamos.
Tomabamos agua.
Las canciones se hacían como una ola que empezaba a lo lejos y llegaba hasta nuestras gargantas y de ahí al oído de los que teníamos atrás.
Que los gorilas no se tenían que animar porque se iba a armar quilombo, era algo clarisimo.
Que era esa Argentina grande con que San Martín soñó, nos iba quedando claro.
Y caminabamos.
Que jurabamos con gloria morir cada veinte minutos, era un acto de sinceridad extrema.
Y que la pena se empezaba a sentir un abrazo compañero era una cosa latente, gelatinosa.
La señora con sus amarillos rulos.
El pibito que acompañaba a la mamá y tenía su 25 de Mayo de 1810.
El basurero con todo el equipo de ropa puesto apoyado en la valla.
Las chicas militantes medio villeritas con piercings en la cara y colitas de costado en el pelo y buenos culos hablando entre ellas del parcial de macroeconomía.
Los que se querían colar y la gente le gritaba “Sos como Cobos!”.
El subnormal que vendía heladobombónadospesoh.
Los oportunistas que traían gorras de Argentina y que con fibra les habían escrito una K truchísima.
Los que tiraban el agua a 8 mangos y desde la fila, apretados cantabamos como en la escuela “EL AGUA SE REGALA! EL AGUA SE REGALA!” y el tipo con un pragmatismo saludable aceptaba bajar el valor a 5 manguitos.
Los fotógrafos que buscaban la cara más triste de la tarde en el “Llorando por un sueño”.
Y ya eran las 3 de la tarde.
Y ni nos habíamos dado cuenta.
Y nos poníamos en cueros, y el calor nos abombaba, y llevabamos las banderas y nos tapabamos con ellas y el vendedor de gorras se confundía y traía todo su stock de gorras negras y no vendía ni una y así y así, todos buscabamos acomodarnos como podíamos, el olor
a cuerpo, el olor a calor, el olor a sal de las lágrimas y el sudor que se aguantaba más y la gente que sacaban desmayada y la plaza que explotaba y el loco que desde su celular llamaba a anda saber a quién y le tiraba un “Venite, está buenísimo, está como en el Bicentenario” y los cantitos seguían y había una canción ya, inmediata, que unía a Perón, Eva y Néstor en una santísima peronidad y ahora no me la puedo acordar, la puta madre.
Y estabamos a cien metros, el calor empezaba a ser una anécdota, nos acercabamos a la puerta, esquivabamos a todos los del interior que pedían pasar porque habían venido desde muy lejos pero nosotros que habíamos hecho 6 horas de cola no teníamos ganas de retroceder y al fin, muy al fin, dos policías amables nos decían que no nos empujemos, y pasamos el vallado final, y entramos, y vimos todos lo que empezaba a pasar: la Casa Rosada estaba RODEADA de flores, gente, y un halo sombrío que recordaba con facilidad a una noche de primavera, con esa sensación de que al rato iba a salir el sol, aunque sean recién, las cuatro y media de la tarde.
Allá, hacía muchos minutos, muchos abrazos antes, el final parecía una historia de otra vida.
Ante nosotros, se venía un momento de esos que duran aunque sean duros.
Formamos fila.
Esperamos.
Y caminamos despacio hacia las flores.
Caminabamos tan solos en un mundo nuevo lleno de incertidumbre que no podíamos ver al otro, al sujeto que teníamos al lado.
Caminabamos con una desolación tan grande, tan huérfana, tan cierta de ir a mirar ahora, en un ratito, a eso que no sabíamos que iba a pasar, que no contabamos a los cuarenta polícias que nos rodeaban amablemente y con cuidado, con pesar, como si sólo por hoy, fueran compañeros.
Y avanzabamos.
Nos alejabamos del final que ya llevaba un día y medio en la espalda de una patria que temblaba.
Y llegabamos y la puerta de la Rosada se hacía pequeña, nos teníamos que desinflar más allá de lo pinchado que estabamos y mirabamos las coronas a nombre de uno de otro y justo ahí al lado de la puerta, donde no había un granadero, nos estaba esperando él: una corona blanca, preciosa, con el nombre de Diego Armando Maradona.
Esa era la palmadita en la espalda, la ayuda.
Y luego, la tensión: un señor protocolar que nos daba las gracias en nombre de la Presidenta.
Mil veces, decenas de miles, cientos de miles de gracias.
Y caminabamos.
Y sentíamos que no sabíamos qué iba a pasar.
Y nos dabamos las manos sin tocarnos, en una procesión zombie, dura, necesaria.
Estaba ahí, el tipo.
Estaba ella detrás, tan pequeñita, tan hermosa, tan lindo pelo, con anteojos enormes.
Estaba todo el gabinete detrás, como una foto fija, inmóviles todos.
Estaban los hijos, soportando algo que no sabían que iban a tener que soportar jamás.
Y ella.
Acariciaba una madera y torcía apenitas la cabeza.
Nos miraba.
Se golpeaba dos veces el pecho.
Sonreía por la mitad.
Abría su corazón y nos mostraba un valor enorme.
Asentía.
Decía gracias.
Nosotros mirabamos, todos los discursos se licuaban y sólo gritabamos muy bajito un “fuerza”, un “hermosa”, un “vamos”.
Pero un hombre, un paso adelante nuestro, andaba como arrastrando unas zapatillas blancas de esas medio truchas.
Un pantalón Grafa, sucio.
Una camisa arremangada.
Una piel curtida.
Un pelo sudado en la nuca y una gorra toda hecha mierda.
Alza su puño: mira a la Señora.
Le agradece en nombre de toda una provincia.
Se quiebra en llanto.
Y avanza.
La foto y la señora aplauden.
Nosotros avanzamos, en todos los sentidos posibles del “nosotros” y el “avanzamos”.
Seguimos caminando.
Empezamos a salir.
Volvemos a respirar recién cuando vemos al cielo.
Una de las nuestras nunca había visto a un cajón.
Nunca había ido a un velorio.
Nunca había escuchado un llanto alejado.
Y nunca había visto a la Jefa.
Todo junto, es un poco mucho, entonces ella, la nuestra, se rompe al medio.
Y crece como diez años.
Caminamos ya resueltos: ahora sabíamos que todo era verdad.
Que la cosa venía de en serio.
Que era una mierda.
Una porquería.
Una verga.
La puta que lo parió.
¿Y ahora?
¿Ahora que el final estaba cada vez más lejos, qué?
Ahora nada.
Ahora volvemos, ahora vamos a la Plaza.
Ahora hacemos una coraza, ahora somos él, ahora somos ella, ahora si no nos acordamos, ni abramos la boca.
Ahora es todo culpa nuestra.
Ahora no erramos.
Ahora es realidad.
Ahora... recién empieza.
Nos volvimos a la carpa improvisada.
Tomamos mates.
Comentamos poco.
Eran las cinco de la tarde, recién.
La gente seguía llegando, los mensajes de texto de “voy”, de “ahí estoy llegando”, y los de “llevo algo”, nos ponían casi casi felices.
Miramos a la fila para entrar a la Casa: daba vueltas y vueltas y vueltas y los aplausos y la gente y la emoción y las canciones de guerra y todo eso crecía hasta el cielo, que amargamente, se ponía un poquito más triste.
Un día un poquito más gris.
Un día un poquito más épico.
Y la tarde avergonzada escondía al cielo detrás de unos copos de nubes que se iban llenando de agua, de lluvia, de sudor, de lágrimas, de saliva, de aire y de grito.
Llegaban las madres con comidas, los viejos compañeros que nunca habían estado en una marcha, las caras de sorpresa, los rituales minúsculos.
La fila de gente se extendía hasta donde ya no se veía pero se escuchaban los gritos, los aplausos, e ibamos viendo a los presidentes de toda latinoamerica como a unos borrachos que recordaban al caído en el campo de batalla.
Los llantos empezaban a retirarse del lugar, la alegría de un enorme nacimiento se veía en todos nosotros, miles de hijos, miles de padres, miles de compañeros enlazados en abrazos de mate y galleta, abajo de banderas ajenas que hoy, eran todas nuestras.
Nos repartíamos recuerdos y nos cobijabamos de un frío de mentira, de ese frío del tiempo, el frío que pasa. Porque el calor enorme de esos miles de pies bailando la misma canción, literalmente, quemaba.
Y las banderas más altas, más altas, tapaban todo, las canciones no nos dejaban respirar, y la plaza era cada vez más chica y las chicas cada vez más plazas, si se me permite.
Y los bares ametrallaban con los discursos de Chávez, con las palabras de Lula, y nosotros ahí mirando todo en una pantalla gigante, como en un cine pero al principio de la película.
Ahora el final estaba a casi dos días, y eran más o menos las diez de la noche, con lo que el clima de misa pagana tomaba por asalto lo que fuera que estuvieramos haciendo, y ahí sí, nos relajabamos un poco más, y tomabamos una birrita, nos fumabamos un puchito, y podíamos ver con un cachito más de claridad el momento histórico.
Teorizabamos, mediamos, calculabamos, arrojabamos escenarios posibles, temíamos y pensabamos.
Pensabamos, lo cual no es poco.
Jugabamos a los estrategas, lamentabamos pero pensabamos.
Brindabamos una, mil veces por él, que ya no estaba, pero seguíamos brindando, engrandeciendo a la figura ya enorme de un tipo que se había muerto ahí, al lado de la cama, por nosotros, sin ser conciente de que se moría por nosotros.
Y ninguno de nosotros quería asumir que era el último día, el último adiós, el final.
Faltaba menos de veinticuatro horas para que todo cierre.
Para que todo se vaya.
Para vaciar la plaza y llenar las calles, las computadoras, los comentarios, los mensajes de texto, los taxis, los bondis, las mesas, los baños, los cines, los restaurantes.
Mientras la noche nos acariciaba la nuca y nos ponía a dormir en esos suelos amigos de la Plaza de los Tiempos, nos mordíamos los labios en silencio y no decíamos nada.
Temíamos.
Porque esto ya terminaba.
Y recién empezaba.
En la noche del jueves hacia el viernes, la última noche de Néstor en Buenos Aires, los sueños se cruzaban, la tensión crecía.
Un hombre grande, viejo, digamos, corría alrededor de la plaza con un cartel apoyando al asunto.
Aplaudíamos, otros lo corrían, y el hombre no paraba.
La gente mientras tanto caminaba lentamente hacia la anteúltima morada y la ronda no terminaba jamás: eramos hijos de Plaza de Mayo, todos, y sabíamos que empezaba la revolución más linda del mundo, de nuestro mundo, de lo nuestro.
Y tratabamos de dormir, pero antes comentábamos cosas y el sol nos miraba raro, y el sol se escapaba atrás de los edificios cansado, a tomar algo a un bar y a brindar porque ese día, no, no iba a laburar.
Y se daba vuelta, y las nubes nos abrazaban y el día penetraba despacito a la noche y nos dejaba con un hermoso hijo hecho de lluvia, que a medida que la gente iba volviendo, les regalaba el brillo necesario, las gotitas que golpeteaban las cabezas y los preciosos oportunistas vendiendo los ponchos de plástico negociaban los dos por uno, y nosotros claro, comprábamos.
Volvía ella, volvía la madre de la madre de todas las batallas a paso firme, volvía de un sueño dificilmente conciliado pero volvía con pies potentes, pegando al piso con cada tacazo y se volvía a colocar ahí, a cuidarlo a él, a acomodarle la ropa que la militancia que no sabía que estaba militando le dejaba, esas banderas, esas remeras, esas cartas, esos cascos, esas zapatillas, esos besos que poblaban al aire y ella los agarraba y se los guardaba en el pecho.
Para siempre.
Y la hora corría y nosotros desesperábamos en silencio acomodándonos al costado de la calle, esperando verlo pasar por última vez, mientras cantábamos, sí, cantabamos y bebíamos gaseoas, y agua y todo lo que fuera que nos devuelva la sequedad deshidratada que nos había generado un océano maldito de lágrimas a destiempo.
Porque ninguno de nosotros esperaba esto, porque no tenía que pasar.
Y porque pasó y porque se dió vuelta la cosa y acá estamos, al lado tuyo, querido.
Al ladito, firmes y recordando, siempre.
Entonces claro, mirabamos a lo lejos y cruzaban las primeras motos policiales, cortando la calle, limpiándola, y el policía encargado que se nos acercaba con una increíble onda, y no podíamos creerlo, porque la gente, será complejo creerlo, pero la gente, el pueblo nuestro, el pueblo de él, estaba sonoramente felíz.
Y ahí, él, venía por última vez por nuestras calles.
Por sus calles, las que hizo vibrar a cada frase, a cada rosca, a cada truco de mago.
Y nos pasan por al lado y entonces empezamos a correr.
A llevar nuestras banderas salidas desde la garganta.
Y corremos.
Y lloramos.
Y reímos.
Y la lluvia nos mataba, nos mataba, pero qué carajo nos iba a matar si este tipo que ahí dormía adentro del saco de madera no estaba muerto.
Entonces no nos mataba nada, y corríamos como locos, y nos chocabamos, y los coches nos pasaban finito, y no entendíamos, y los pies se nos movían sin saberlo, porque avanzabamos, porque seguíamos ahí, de pie, trotando, cansados, con los músculos destrozados, las fatigas dando vuelta los relojes, y la gente que aplaudía, y que cantaba, y entonces sí, la noche se había ido para siempre y el día había vuelto para quedarse 24 horas por día, y nada nos importaría más nada, porque acá estabamos, corriendo, gritando, saltando, haciéndonos el amor gigante en una orgía preciosa de sangre, sudor, lluvia y la arena del relojito de arena detenida hasta la locura.
Acá estábamos, y seguíamos cortando las calles y nos hacían la V y devolvíamos un Viva Perón y escuchábamos una música que no sonaba, y pasabamos por lugares horrendos, lugares hermosos y la gente seguí ahí caminando, mil caras en una cara y una cara en mil quinientas caras preciosas de novio nuevo, de novio virgen, de inocencia y de que claro, papá nunca se va a morir.
Y unos chiquitos que gritaban AR-GEN-TI-NA y nos quebrábamos pero seguíamos, no bajabamos ninguna bandera, los chicos gritaban primalmente, como animales, y nos disparaban esas balitas de cebita perfectas, esas babitas de mate cocido de jardín de infantes y esas enormes, gigantes, perfectas maestras les deberían haber explicado que no importaba mucho más que el valor de un pueblo volcado y volcado a la calle, una suerte de tortuga que había quedado boca arriba y necesitaba de vos, de él, de mí, para darse vuelta nuevamente y seguir avanzando con esa obstinación de dinosaurio, cruzando tiempos, cruzando historias y dejando una cicatriz en la cara, un fondo de ojos y rostro que convierta toda bruma en luz que ilumina lo que veamos, digamos, comentemos, pensemos.
Esa luz divina que se veía ahí a lo lejos, cuando ibamos llegando más tarde, hombres cansados, y veíamos volar al avión, y ahí estaba, nuestro queridísimo amigo, adiós, bye, forro, andate a la mierda, esto no se hace pero bueh, lo hiciste, qué te vamos a hablar a vos de qué hay que hacer, si te las sabías todas, no, cancherito?
Forro.
Te fuiste.
Nada.
Chau.
Chau, eh.
Acá estamos.
Andá, andá nomás, andá.
Si te pinta, andá.
Todo bien.
Un día vas a volver.
Pero nosotros ahí, tirados contra una pared, la lluvia era cada vez más puta y más pagana y creo que si no morimos era porque estabamos incendiados por ese piromaníaco de la pasión que fue el flaco que se había tomado el palo.
Qué carajo.
Qué tanto.
Qué mierda estoy escribiendo, si vos te lo perdiste, es problema tuyo.
Porque nosotros los que estuvimos en las buenas, en las malas mucho más.
Y en las más o menos también.
Porque Perón así nos lo dijo.
Y este forro también.
Los dos, unos forros.
De mierda.
Pero siempre vuelven.
Y nos parten la cara.
Y nosotros nos ibamos yendo a nuestras casas sin entender.
Sin darnos cuenta que el final había terminado.
Y que el inicio estaba a segundos de empezar.
La patada inicial.
El puntapié de la historia.
Suena el pitazo.
La calle sigue siendo nuestra.
Bienvenidos todos.
Esto recién empieza.