Al fin, la niña más linda del mundo cae luego de dar dos vueltas en el aire, perfectamente peinada, con el rostro ya herido por el parabrisas del auto que acaba de chocar en el que le venía practicando una fellatio a su promotor artístico.
Entonces en el aire, un grito que nadie escuchaba mientras en algún piso de un edificio cercano un hombre no llegaba a reaccionar a tiempo al escuchar los fierros explotados del colectivo rompiendo al autito tan moderno con olor inglés de la niña más linda del mundo, cantante y poetisa, y del promotor, y el hombre que no reaccionaba se quemaba la panza en cueros y pelo con su último porro paraguayo y se olvidaba así del ruido ahí afuera, del aullido silencioso mientras la niña, la niña volaba.
Salvajemente un policía no hacía la infracción de tránsito pertinente, unos kilómetros antes, y le pedía dinero al promotor, un autógrafo a la niña más linda del mundo, y aunque olía alcohol, su vida corrupta, boluda y delincuencial generaba la destrucción de lo que le gustaba, y no hacía las acciones que tiene que hacer un agente de la ley y el orden, un policía de barrio, en aquella esquina, barrio de San Martín, cholulo de su miseria imbécil, sudado de viejos sueños de cantor y una tremenda cara raspada por las piedras de la infame y aburrida vida que había elegido. El almidón de los tiempos, el susurro de un cerebro maravilloso atolondrado por barreras de necesariedades imperiosas y redonditas.
La niña más linda del mundo era ahora la niña más linda del mundo lastimada y a punto de morir y se tragaba sus propios dientes mientras en el aire, volaba como si fuera un doble de una película de acción que ya no se haría y en el aire no pensaba en las drogas y las bebidas y el promotor de su carrera que tenía clavado el volante en el pecho y el corazón partido por puta primera vez en su vida sin metáforas de parte.
La niña más linda del mundo lastimada y a punto de morir no podía detener el peso de su cuerpo, su fama y su potencial, en el aire, y a lo lejos, un kiosquero le guiñaba el ojo a un comprador de cigarrillos compulsivo que también guiñaba su ojo pidiendo forros y el kiosquero confundía la señal y le daba la ceniza de las estrellas de rock muertas en un paquetito disimulado, al tiempo que tampoco advertía que el cliente, se daba cuenta del asunto y marcaba el nueve, el uno y el uno en un celular en su bolsillo que nadie atendería del otro lado.
La injusticia prepara su corso magnánimo en la vereda del asombro, reinando su comparsa de lindos culos y buenas tetas y señores de bigotes poblados por miguitas de pus, granos y encarne de sueños truncados: suena la música, suenan los redoblantes y el tiempo empieza a destellar en cámara rápida, como gusanos en la podredumbre imbécil, impotente e infértil de la leche mala en forma de músiquita desafinada en algún pub donde toca un karaokero sin público que aún así, exige su paga.
La niña más linda del mundo llega a observar el asfalto tibio de esa noche de verano donde perdería su vida.
Cierra los ojos con fuerza antes de sentir la piel abrirse y el dolor final.
Pobrecita, la niña más linda del mundo.
Ahora está muerta.
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