Entonces todo terminó así.
Todo se desvaneció.
Golpeaban la puerta, tocaban el timbre, ardían esos celulares y la noticia no encajaba, no encuadraba, era mentira, era re-chequeada, era una estrategia, al final no, no podía ser, no era, que sí, que no, que caiga un chaparrón, pero que borre todas estas páginas de internet tan gorilas que se pasaron de rosca.
Gorilas hijos de puta, están mintiendo la mentira final, están diciendo lo que nadie quiere, no pueden hacerlo, mienten tanto que casi me lo creo.
Pero es mentira, no pasó nada de esto, no.
Y no.
Y las páginas se actualizaban y seguía todo igual, todo peor, pero nadie creía nada porque no había pasado nada.
Ni el censista, todavía.
Y no venía, y uno cacheteaba a esas teclas enojado, revoleaba los ojitos en redes sociales sin querer creer lo que tenía en la jeta y sin embargo, seguí ahí, el zócalo de mierda de los canales de tele seguía mintiendo!
Los mensajes de texto, con el cuidado de un pariente muerto, caían y caían, los más sentidos pésames no se demoraban un instante y el suelo, y el techo y las paredes iban haciéndose cada vez más un lugar brutalmente inhóspito.
Ibamos cayendo, ibamos viendo lo frágil, lo desesperante, lo auténtico del mundo real.
Estaba más o menos lejos el final.
Acelerabamos todo tipo de suspensiones, le decíamos que NO a todas las citas, a todas las reuniones y ahora el objetivo era salir, salir y salir, correr por la calle, llegar a la plaza, tratar de resistir, de mostrar que no nos habían vencido, y si eramos los únicos que ibamos a esa puta plaza a parar de pecho un bombardeo (todo era posible con el diario del lunes) ibamos a ir, solitos y valientes.
Y llegaron los censistas y la gente se iba yendo y las computadoras y las casas y las mascotas quedaban solas y los mates quedaban en las mesas medio tibios y solitarios y la tele quedaba prendida andá a saber hasta cuándo.
Los trenes, los colectivos, los subtes y las veredas en general tenían ese silencio de feriado raro.
Ese ruido que se escucha un primero de enero, cuando todos estan borrachos, bien comidos, bien cogidos, contentos de que empieza algo nuevo.
Pero no.
Pesaban las mejillas, pesaban los párpados y todos o casi todos estaban tristes, preocupados o sorprendidos de que había pasado algo que seguramente no tenía que pasar.
Como si lo impredecible, fuera predecible, já!
El tiempo y el destino tienen ese capricho: no se dejan mostrar, porque si se dejaran, haríamos lo posible por cambiarlo, siempre jugando tan pero tan al límite de lo que tenemos.
Y llegábamos a la plaza.
Nos conocíamos de siempre. Nos reconocíamos por algún gesto, y ese gesto era el velo de una penuria enorme, de un misterio y de una pregunta que molesta, siempre vuelve: “Porqué?”.
Nos ibamos encontrando, las banderas se alzaban brillantes y opacas y un silencio reinaba en todas esas caritas: una cola enorme de gente quería acercarse a dejar una cartita, una flor, un beso enorme, un fuerte abrazo, un gran saludo.
Y todavía creíamos que la palabra “enorme” era eso.
Porque seguía cayendo gente, gente nueva, gente a la que nunca vimos en marchas, el subsuelo de verdad, gente que se cansó de decir que no le importa la política, gente que en los bares decía que los K son buenos “pero”, gente con la ropa del laburo.
Gente que siempre creyó que el suelo existía, hasta que se lo sacaron los tiempos y se dieron cuenta que el suelo, no se había hecho sólo.
Gente que calculaba sus sueldos y los ponía en perspectiva y veía que el porcentaje del aumento de ese sueldo en siete años era de un 200% y el de la leche de un 50%.
Entonces iban cayendo, cayendo en la cuenta y cayendo en la plaza y más banderas, más banderas, banderas enormes, banderas nuevas, banderas de oro.
Abrazos que se confundían en lagrimitas, en putaquelosparió, en pesares y la noche se abombaba y empezaba a cobijarnos, a darnos aliento, a saber que ni iba a llover, ni iba a hacer frío.
Se cantaba el himno, se cantaba la marcha peronista y se perfilaba un “si nos tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar”.
Se respiraba revolución otra vez, como alguna vez dijo Chávez.
Llegaban más mensajes de texto, gente que quería estar ahí con ella, gente que tomaba colectivos, que corría por la calle, que se ponía la bandera que había comprado para el mundial en los hombros como una capita, como superhéroes de la patria: todos venían a saludarlo a él y a salvarla a ella, madre nueva.
Las noticias estallaban, los canales metían helicópteros, cámaras aéreas, periodistas entre la gente.
Los canales no comprendían que sucedía, si esto no era el pueblo el pueblo dónde está, porque no paraba de caer gente.
La organización comenzaba a vencer al tiempo: se plantaban vallas para tener una cola de cuatro cuadras, y ahora, la palabra “enorme” tomaba una dimensión bastante más grande que la de hacía un rato. Existía el miedo del desborde de gente, de una patriada sin sentido, de un grito de corazón exaltado, y esos ojos, hermosos, miraban a la bandera, miraban al color rosita nena de la Casa de Mamá y esperaban a ella, la nena más hermosa, el pedazo de mujer de la cual todavía, no sabíamos cuándo llegaría, a qué hora ni si estaría, triste, fea, rota y adiós.
Horas más tarde, mil abrazos después, con una pantalla que plantaban por ahí, una Evita inflable y un Néstor Eternauta que le daba la bienvenida a todos los héroes que eran el héroe, escuchamos al helicóptero llegar detrás de la Rosada.
Los que estabamos ahí, caminamos despacio y callados hacia la reja y apoyamos nuestras manos para ver qué pasaba.
Y el final, empezaba a terminar.